La perdí en un remolino de arena. Habíamos llegado al desierto como dos turistas enamorados que pretendían perderse de la vista de toda la gente. Fuimos a exiliarnos entre las dunas sin importar que no supiéramos el camino de regreso, que pudiéramos quedarnos sin agua y sin comida, sin importar que el tiempo y el sol y la noche implacable nos quemara. Durante las últimas horas del delirio estuve mirándola tendida en la arena, agonizando dulcemente. Cuando el horizonte comenzó a distorsionarse nos miramos por última vez y por vez primera sentimos el terror y el peso de lo que habíamos emprendido. Las partículas de polvo y cristal se fueron levantando para envolvernos en una espiral que nos elevaba lentamente. No hubo caída ni retorno, sólo aire y un infinito mar sin agua.
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