viernes, 15 de mayo de 2020

Saborcito amargo.

Me perturba no extrañar el teatro.
Me perturba lo bien que me sientan la distancia y la virtualidad.

Me perturba porque la normalidad de quienes me rodean es añorar el escenario, "repensarlo", "replantearlo", "¡que viva el teatro!". Pienso que tal vez no estoy leyendo suficiente.
Tal vez no estoy haciendo suficiente, siendo suficiente.
No alcanzo ese ideal teatro que tanto extrañan.
Yo veo el triste intento de salvar a una bestiecilla, rara y divina, de la extinción.
Una masa de humanidad que ríe y llora nostálgica, queriendo ser carne, queriendo ser tacto.
Aferrándose. Aterrorizada de morir, de pasar a "otro plano".

Tal vez desprenderse de la piel no sea necesariamente morir.
El teatro es una bestia histórica de información en movimiento.
Rara, divina, hermosa, pulsante. Bestia que claro que no puede más que ser amada.
Así que el teatro vivirá por siempre, en todos los mundos de la conciencia.
Estoy segura.

Pero yo me siento un paria.
¿Qué queda... reconsiderar mi profesión?, ¿desaparecer?
¿por qué me da ansiedad pensar en volver a ello?

Renunciar a esos mundos y a esas personas seguro preservaría mi tranquilidad y, finalmente, ese gran teatro del mundo, no depende de mí ni se trata de mí.
Pero por eso mismo, poco importa mi engranaje, tal vez la paz está en asumirlo.
Y estar cuando se sienta vivo, retirarme cuando no.
Hacerlo sólo por dinero NUNCA más.
Tal vez pienso esto porque me aburro de pensar el teatro así, encerrada.
Y cuando el teatro se aburre, muere. Quizá estamos matándolo con nuestro propio intento soporífero.

Ese teatro está muriendo en mí. El teatro de "academia", el teatro de "impacto y reflexión social", el teatro "culto", el teatro "institucional". El teatro estéril de gente que se junta con aspiraciones titánicas pero sin deseo. Probablemente sólo me equivoqué de lugar. Hay que seguir caminando.

Lo único que pervive sin duda es cuerpo y pregunta.


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